sábado, 25 de octubre de 2014

Mutter

   Había algo que echaba de menos en la calle las tardes en que salía de Literatura y me apetecía matar el hambre de hojas de libro que, a menudo, me invade. Había algo que faltaba en las calles comerciales los días de diario, y yo ya sospechaba lo que era, pero no quería reconocerlo por miedo, quizás, a que el tiempo me estuviera dando otro susto, otra sorpresa.
   Pero hoy era sábado, sábado por la mañana. Y, lo queramos o no,  las ciudades,  las plazas y las calles también cambian de humor, nos enseñan una cara u otra de su personalidad. Y, en contra de mi voluntad, hoy me han mostrado, finalmente, qué era aquello que echaba tanto de menos.
   Había niños en la plaza. Niños muy pequeños, bebés que aún no mastican palabras, pequeños dueños de las vidas de sus padres.
   Había niños.
   No os podéis imaginar cómo había cambiado el color de la plaza. Me daba incluso vértigo pensar en por qué estaba teniendo aquella sensación. No sé, he visto a miles de niños en lo que llevo de vida, y supongo que puede que estos días de diario se hayan cruzado muchos pequeños cerebros en mi camino, pero hoy era sábado y yo tenía la cabeza más despejada y el corazón más abierto. Y tenía más tiempo para mirar alrededor. También los padres, los abuelos, los tíos de esos niños tendrían hoy más tiempo para ponerles ropa bonita, para llevarlos de paseo, para pasar con ellos una mañana entera.
   Me daba algo miedo pensar que echaba de menos a mi familia, que me sentía mayor, que añoraba el colegio o que me daba rabia estar tan desconectada del mundo tan apasionante que es la puericultura o la psicología infantil. Pero no han sido estas las razones que me han hecho emocionarme, sino las siguientes preguntas:
   ¿Y si todos los sábados fueran soleados? ¿Tendrían esos padres la delicadeza, y no la obligación, de seguir siempre los pasos de la música clásica, de los objetos llamativos, de los libros de animalitos, para causar en sus hijos el mayor placer posible?
  ¿Y si todos los días fueran sábados? ¿Vivirían siempre todos los niños del mundo en esa especie de ebriedad sana y contagiosa que es su alegría de vivir cerca de lo divertido y lo emotivo?
  ¿Y si todos los transeúntes se  convirtieran en niños? ¿Sería capaz una sola plaza de contagiar ese calor y ese color tan llamativo a todas las calles del mundo, a todos los corazones que duermen, fríos, por las mañanas?
  La utopía y la física del movimiento de los cuerpos humanos en un mismo texto. El amor por la alegría de vivir libre y las jaulas del trabajo y la obligación en una misma casa.
  Ha sido entonces cuando me he visto en un espejo, he vuelto a ver esa cara de niña pequeña que me suelen decir que tengo, y he respirado hondo al recordar que, a pesar de todo, todas las horas que paso en la facultad, todas las páginas de los libros, las sonrisas de mis amigas o la ventana de mi habitación no hacen más que vivir en un continuo sábado por la mañana. En un día de fiesta. Soleado o lluvioso, pero festivo.

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