domingo, 19 de abril de 2015

Poetamorfosis ("Todo lo conviertes en Literatura") 1

                                                              EROS Y PSIQUE

<<“Loco”. Procedente de la voz *LAUCU o posiblemente de *LOQUI  en Latín. Quizás del Árabe: “alwaq” (plural: “layqa”). ORIGEN INCIERTO >>.  Ni siquiera la Etimología tiene el valor de descubrir  cuándo y desde dónde han venido algunas realidades para  quedarse por siempre con nosotros, adueñándose de mentes y corazones.             

   “¡Estáis todos muertos!”- gritó.
    El portazo había sonado demasiado fuerte. Tan fuerte como para que todos pudieran pensar en el acto que la sección de psiquiatría del hospital donde trabajaban se había quedado sin jefe. Había mucha sangre por el suelo. La sangre derramada es peligrosa debido a los infartos  que sufre el subconsciente al visualizarla. Pero esta vez no se trataba de un asesinato ni de un accidente de tráfico. Se había tropezado, pues, el chico pelirrojo encargado de los análisis de sangre de relativa urgencia en el laboratorio número tres. Seguía rondando por su cabeza el último verso de Cernuda que había leído a escondidas mientras esperaba a un paciente que se retrasaba.  Despistado y exiliado también en su propio lugar de trabajo, había dejado caer al suelo quince recipientes que contenían amapola líquida. La imagen parecía recién sacada de un cómic: baldosas rojas, cabezas agachadas, voces desde la sala de espera, gritos de asombro e indignación de las enfermeras. El hastío del  jefe de la sección de Psiquiatría, quien acababa de hundir algunas de sus penas en un café, había llegado a su cima con estas últimas gotas de sangre. Se había marchado.
   Nunca había sido un hospital decente, o eso decían los inspectores. “¡Demasiada sonrisa ante la desgracia!”, solían comentar. “¡Sanidad pública!”, gritaban las fachadas con colores metálicos. Una pintada en un muro simboliza la fuerza de todas las manos que se sienten identificadas con lo que expresa. Una pintada en la fachada de un hospital debería preocupar a los médicos. La enfermedad social es la más contagiosa de las patologías. El virus del inconformismo se transmite de boca en boca, de beso en beso, de cama en cama. La maravillosa reproducción de los poemas y las voces políticas tiene su nido en la calle.
   Pero, aquella semana, todos habían estado especialmente  expuestos  al desequilibrio. El enigma de la habitación seiscientos sesenta y seis, correspondiente al área de Psiquiatría, había sido resuelto. Alguien había leído aquella libreta privada, en la que el jefe de la sección solía anotar ideas para futuros poemas, algunas logradísimas frases de amor improvisadas en horas de trabajo y teorías psicológicas sobre cómo hacer que el paciente de la seiscientos sesenta y seis recuperase algo de conciencia.
   Era esto lo que más intrigaba a los médicos más jóvenes. Nadie sabía quién era aquel paciente, ni tampoco qué le ocurría para estar allí ingresado. O, más bien, encerrado y atado a la cama con las cadenas de la droga terapéutica. Sólo el superior dentro del área tenía permiso para entrar a verle y poder tratarle. Debía ser un caso muy peligroso o demasiado complicado. Eso pensaban.
   En aquella libreta que alguien había logrado robar, todo estaba escrito. Tuvieron que toparse  veinticuatro veces con la palabra “revolución”  antes de penetrar en el corazón del cuaderno. Y eso era lo que mejor definía al paciente misterioso: la revolución la llevaba siempre puesta. Era poeta. Es, de hecho y aun muerto, poeta. “La poesía no se crea ni se destruye, solo se transforma”. Eso dijo al entrar en el hospital.  Por eso lo ingresaron.  Obsesionado con poner fin a un soneto inacabado, ardía en la necesidad de ver la muerte en sus manos y ante sus propios ojos,  por amor a un terceto perfectamente compuesto. Había matado a un amigo. Al único que le quedaba.
   Asombrados, atónitos, asustados, aliviados -en parte- ante la muerte de este poeta sumergido en la locura más profunda, uno de estos jóvenes y románticos médicos quiso leer aquella libreta desde principio a fin.
   Según lo que allí había escrito, todo se movía muy rápido para el jefe de la sección de Psiquiatría. Encontraron plasmado  en primera persona que se perdía su mente entre informes cuando se sentía ahogado en el café de las ocho de la mañana. Si oía “metástasis”, sufrían entonces de metátesis las palabras de amor que tenía en la cabeza. Si leía “cabeza”, recordaba entonces, una vez más, al paciente de la habitación sesenta y seis de la planta sexta, y se metía en la nube donde pensar que había encontrado a un compañero de camino era algo posible y propio de un hombre cuerdo. Y es que este jefe también era poeta. Hacía su cuerpo equilibrios entre la música clásica y el Rock y su whiskey “on the rocks” sobre su mesa de clásico diseño. Nunca se había permitido dejarse llevar del todo por el dulce sueño de la Lírica, pero hacía un tiempo que pensaba ya más en paragoges que en paraplejias, en sinestesias que en anestesias, en libros de poesía que en tomos de Psicología Clínica. Algunos de sus compañeros tenían para él esta envoltura agradable y suave de los artistas, pero él ahora estaba loco por lograr hacer de la Poesía el arma de cura para  el paciente que había asesinado a su amigo.
   Así, de golpe, ahora este paciente ya no tenía realidad física. Se había llevado toda su poesía al mundo nuevo. Había dejado sin diana al psiquiatra que quería demostrar que la poesía podía ser la flecha más directa y mejor afilada de toda la historia.
   Unos segundos antes de que el  jefe se marchara para siempre, aquel  joven médico pudo leer que el poeta obsesionado y encerrado había convertido  su gotero en un enhiesto ciprés que le serviría de amigo espiritual. Había hecho de sus sábanas un mar con agitado oleaje, y de las listas de su pijama, unas rejas en la ventana que daba a la calle. Les había dado vida.
 “¡Estáis todos vivos!”- gritó.
   No hay mejor manera de decir adiós a una vida de desequilibrios que regalársela  en un verso final a todos aquellos que han intentado sentir en sus venas un poco de esa locura.


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