EROS Y PSIQUE
<<“Loco”. Procedente de la
voz *LAUCU o posiblemente de *LOQUI en
Latín. Quizás del Árabe: “alwaq” (plural: “layqa”). ORIGEN INCIERTO
>>. Ni siquiera la Etimología
tiene el valor de descubrir cuándo y
desde dónde han venido algunas realidades para
quedarse por siempre con nosotros, adueñándose de mentes y
corazones.
“¡Estáis todos
muertos!”- gritó.
El portazo había sonado demasiado fuerte.
Tan fuerte como para que todos pudieran pensar en el acto que la sección de
psiquiatría del hospital donde trabajaban se había quedado sin jefe. Había
mucha sangre por el suelo. La sangre derramada es peligrosa debido a los
infartos que sufre el subconsciente al
visualizarla. Pero esta vez no se trataba de un asesinato ni de un accidente de
tráfico. Se había tropezado, pues, el chico pelirrojo encargado de los análisis
de sangre de relativa urgencia en el laboratorio número tres. Seguía rondando
por su cabeza el último verso de Cernuda que había leído a escondidas mientras
esperaba a un paciente que se retrasaba.
Despistado y exiliado también en su propio lugar de trabajo, había
dejado caer al suelo quince recipientes que contenían amapola líquida. La
imagen parecía recién sacada de un cómic: baldosas rojas, cabezas agachadas,
voces desde la sala de espera, gritos de asombro e indignación de las
enfermeras. El hastío del jefe de la
sección de Psiquiatría, quien acababa de hundir algunas de sus penas en un
café, había llegado a su cima con estas últimas gotas de sangre. Se había
marchado.
Nunca había sido un hospital decente, o eso decían los inspectores.
“¡Demasiada sonrisa ante la desgracia!”, solían comentar. “¡Sanidad pública!”,
gritaban las fachadas con colores metálicos. Una pintada en un muro simboliza
la fuerza de todas las manos que se sienten identificadas con lo que expresa.
Una pintada en la fachada de un hospital debería preocupar a los médicos. La
enfermedad social es la más contagiosa de las patologías. El virus del
inconformismo se transmite de boca en boca, de beso en beso, de cama en cama.
La maravillosa reproducción de los poemas y las voces políticas tiene su nido
en la calle.
Pero, aquella semana, todos habían estado especialmente expuestos
al desequilibrio. El enigma de la habitación seiscientos sesenta y seis,
correspondiente al área de Psiquiatría, había sido resuelto. Alguien había
leído aquella libreta privada, en la que el jefe de la sección solía anotar
ideas para futuros poemas, algunas logradísimas frases de amor improvisadas en
horas de trabajo y teorías psicológicas sobre cómo hacer que el paciente de la
seiscientos sesenta y seis recuperase algo de conciencia.
Era esto lo que más intrigaba a los médicos más jóvenes. Nadie sabía
quién era aquel paciente, ni tampoco qué le ocurría para estar allí ingresado.
O, más bien, encerrado y atado a la cama con las cadenas de la droga
terapéutica. Sólo el superior dentro del área tenía permiso para entrar a verle
y poder tratarle. Debía ser un caso muy peligroso o demasiado complicado. Eso
pensaban.
En aquella libreta que alguien había logrado robar, todo estaba escrito.
Tuvieron que toparse veinticuatro veces
con la palabra “revolución” antes de
penetrar en el corazón del cuaderno. Y eso era lo que mejor definía al paciente
misterioso: la revolución la llevaba siempre puesta. Era poeta. Es, de hecho y
aun muerto, poeta. “La poesía no se crea ni se destruye, solo se transforma”.
Eso dijo al entrar en el hospital. Por
eso lo ingresaron. Obsesionado con poner
fin a un soneto inacabado, ardía en la necesidad de ver la muerte en sus manos
y ante sus propios ojos, por amor a un
terceto perfectamente compuesto. Había matado a un amigo. Al único que le
quedaba.
Asombrados, atónitos, asustados, aliviados -en parte- ante la muerte de
este poeta sumergido en la locura más profunda, uno de estos jóvenes y
románticos médicos quiso leer aquella libreta desde principio a fin.
Según lo que allí había escrito, todo se movía muy rápido para el jefe
de la sección de Psiquiatría. Encontraron plasmado en primera persona que se perdía su mente
entre informes cuando se sentía ahogado en el café de las ocho de la mañana. Si
oía “metástasis”, sufrían entonces de metátesis las palabras de amor que tenía
en la cabeza. Si leía “cabeza”, recordaba entonces, una vez más, al paciente de
la habitación sesenta y seis de la planta sexta, y se metía en la nube donde
pensar que había encontrado a un compañero de camino era algo posible y propio
de un hombre cuerdo. Y es que este jefe también era poeta. Hacía su cuerpo
equilibrios entre la música clásica y el Rock y su whiskey “on the rocks” sobre
su mesa de clásico diseño. Nunca se había permitido dejarse llevar del todo por
el dulce sueño de la Lírica, pero hacía un tiempo que pensaba ya más en
paragoges que en paraplejias, en sinestesias que en anestesias, en libros de
poesía que en tomos de Psicología Clínica. Algunos de sus compañeros tenían
para él esta envoltura agradable y suave de los artistas, pero él ahora estaba
loco por lograr hacer de la Poesía el arma de cura para el paciente que había asesinado a su amigo.
Así, de golpe, ahora este paciente ya no tenía realidad física. Se había
llevado toda su poesía al mundo nuevo. Había dejado sin diana al psiquiatra que
quería demostrar que la poesía podía ser la flecha más directa y mejor afilada
de toda la historia.
Unos segundos antes de que el
jefe se marchara para siempre, aquel
joven médico pudo leer que el poeta obsesionado y encerrado había
convertido su gotero en un enhiesto
ciprés que le serviría de amigo espiritual. Había hecho de sus sábanas un mar
con agitado oleaje, y de las listas de su pijama, unas rejas en la ventana que
daba a la calle. Les había dado vida.
“¡Estáis todos vivos!”- gritó.
No hay mejor manera de decir adiós a una vida de desequilibrios que
regalársela en un verso final a todos
aquellos que han intentado sentir en sus venas un poco de esa locura.
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