CÓMODA
Anna Karénina brillaba, ardiente por dentro, en la estantería de madera
que habían comprado unos meses antes de la boda en uno de esos almacenes de
muebles en los que parecen ser puestas a la venta parejas felices, en lugar de
lámparas o sillas tapizadas. Brillaba otra vez. Lucía su imagen la obra, en
pie, soportando un peso digno de una de las mejores obras de la Literatura
Universal.
Aquella madre de familia envidiaba la actitud soberbia del libro. Ella
no habría podido evitar derrumbarse si la hubieran despojado tan de golpe de
sus paredes sentimentales.
Desde el día en que robaron en la casa, todos habían dejado de
contaminar el ambiente con gritos y quejas. Ella lloraba ante una cantidad de
dinero ahora desaparecida; él, escondido en el periódico, lamentaba más la
pérdida de su nuevo ordenador portátil que las horas perdidas con su familia
por culpa de su trabajo en la oficina. Una pareja estancada en el negocio
oscuro no ve ya la claridad ni en las mañanas de domingo, a no ser que una
tormenta apague las luces artificiales de un golpe seco, dejando sin
respiración a todos los problemas.
En el gris oscuro de la noche, brillaba en silencio Anna Karénina. Si el
ladrón se había llevado los demás libros, seguramente no había sido por amor a
la Literatura; de lo contrario, esta obra de Tolstói no posaría ahora en la
estantería. Ante tal muestra de valentía, en un arrebato de pasión volvía
aquella mujer como un tornado al sueño predilecto de su infancia. Empapelando
su hogar con hojas en blanco, no quería dormir esa noche, soñando con poemas
que escribir para devolver algo de optimismo a los suyos.
Las naranjas saben de poesía. También los telefonillos, las fresas con
nata, los espejos empañados y los pañuelos de seda. Y a ellos no les hace falta
un lápiz. La pequeña de la casa había inundado algunas de aquellas hojas
inmaculadas con zumo de naranja que había derramado riéndose en voz muy alta.
Las mariposas estomacales del adolescente que vivía bajo aquel techo también
habían querido componer un collage con sus alas en aquellas hojas. El café y el
té que compartían aquella mujer y su marido sobre el mantel los sábados por la
tarde se habían mezclado en el estanque del jardín para hacer más sólidos los
sonetos que ella había dejado sin acabar.
El color vivo en un hogar contaminado por la naturaleza translúcida. La
felicidad respira y aletea en nuestras manos como un pájaro apretado entre las
rejas de nuestros dedos.
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