viernes, 20 de noviembre de 2015

Tinto a tientas

                                 


   “Siempre sucede lo mismo. Llevas esperando un año entero a que ocurra; has preparado la sonrisa perfecta para ese momento, has entrenado a tus neuronas, has soñado incluso con la gloria en que dormirás la noche después de que eso suceda. Pero luego todo pasa tan rápido que ni te enteras. El momento que habías diseñado por trozos y milímetro a milímetro se burla de ti como en ráfaga, demostrándote una vez más que si somos algo no es más que animales que viven en una jaula cuya llave guarda el tiempo en su escote de mujer.”
   Así pensaba, llorando, el hombre del abrigo rojo, director general de aquella empresa fatal, minutos antes de que le arrestaran. Era aquel un sótano triste, propio de un edificio gris de extrarradio.
   Siempre había creído que si algún día les descubrían, el intentar esconderse aún más, bajo una presión mucho más cercana significaría una aventura que le cambiaría la vida. Pero cuán lejos estaba de aquella sensación de aventura ahora. Su imaginación había vuelto a discutir con la realidad. Tenía miedo.
   “Un divorcio no siempre es el mejor antídoto contra una vida de periódicos grises con manchas de aceite. Si unos ojos maquillados ya no te miran con la misma fuerza, siempre puedes refugiarte en el brillo de las luciérnagas. O en el de otros ojos. Si has traído al mundo a alguien para quien eres un perdedor, siempre puedes poner la excusa de la pecera de la vida: el dinero, la gran ciudad, el destino, las oficinas, y compensar la ausencia de la vida misma en ti mismo llevando a tu hijo al cine los domingos. Pero cuando sientes morir tu pasión por la buena redacción, ese cielo nublado de ideas por el que tú vas a luchar, para aclararlo y poder decir que ese azul tan limpio es obra tuya, cuando sientes que algo asfixia tu potencial y que esa asfixia alimenta a tu cuerpo pero no a tu alma, entonces estás perdido. Estás muerto.
   A menos que sigas a ese tipo, con esa misma expresión de miedo, de hastío, de hambre de metáforas.”
  Así hablaba el hombre del abrigo rojo antes de empezar a trabajar en aquella empresa clandestina, el mayor grupo de negocios ilegales de la ciudad donde vivía. Antes de ser su director había trabajado como periodista, hasta el día en que un vendedor ambulante quiso reconocer en sus ojos la necesidad de un vuelco para su corazón, de una aventura nueva, y le habló en voz muy baja de aquel sótano, de aquella empresa, de un puesto de jefe que había quedado vacío ante la dimisión de un buen hombre. De aquellas pasiones antiguas que ahora ya no eran más que polvo. Cenizas.
   Durante los dos años siguientes, la sangre del hombre del abrigo rojo se tornaba cada vez de un color más vivo. No tenía amor, no tenía amistades, pero había encontrado un modo alternativo de felicidad dándole pasión subterránea a quienes allí se la pedían. Al principio no hubo problemas. Pero la paradójica madre de la vida quiere siempre que esta sea caprichosa e indecisa: en un intento de desmantelar aquel proyecto comercial ilegal, un par de agentes de policía fueron asesinados brutalmente. La noticia hirió de muerte a la clandestinidad de la empresa, al hombre del abrigo rojo y a su familia. Sin trabajo, sin casa y sin corazón, arrastró su abrigo hasta llegar a uno de esos lugares que nadie conoce pero que todos los románticos adoran describir, en una tarde de otoño que calificaría un escritor como melancólica, un enamorado como lluviosa, un optimista como cálida, y una rata de laboratorio como lo que realmente era: húmeda y desagradable.
   Y es que el vino era la droga más fuerte y peligrosa de entre las ilegales en aquella nación, y la ceguera, su peor consecuencia. El color melocotón de los atardeceres en la costa con una copa de esta bebida llena de arena, los escalofríos que corren por las piernas durante ese primer trago donde ya se han dejado atrás las presiones, las sonrisas guardadas en el bolsillo del pantalón que solo con una caricia o con una botella salen a la luz. Todo eso ahora se antojaba como una lista negra de prohibiciones bajo multa grave. El vino había sido vida pura, y ahora seguiría siéndolo, pero con esa máscara de ladrón que tanto temen para con sus hijos los mejores padres de familia.

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   El joven de la camisa blanca había sido el último cliente, ese mismo día. A punto de perder a su prometida y envuelto en la burbuja de la embriaguez provocada por algún licor barato, se dirigía al sótano prohibido con la intención de hacer ver a su chica que, aunque ella odiase todo tipo de drogas, el vino conservaba en su esencia un poco de esa magia infantil que tiene todo aquello que sigue virgen, como regalo de la Naturaleza, aislado del mundo exterior y del futuro incierto, fuerte pero inocente, portador de ilusión primitiva.
   La joven violinista de las mejillas rosadas había amenazado a su prometido con privarle de un futuro juntos si seguía teniendo el consumo de drogas en la cabeza. Para disculparse por un ataque de furia padecido la noche anterior, escribía una pequeña carta de amor en ese momento en que la muerte en forma de libertad llamó a su puerta.
   “Te deseo más que a todos esos semitonos que hacen chispas en cada melodía que interpreto. Temo que te vayas mucho más que a esas pesadillas donde descubren que la música es también una droga y soñar se vuelve a convertir en un castigo. Pero, si conmigo quieres ser eso a lo que tú llamas “príncipe” y a lo que yo llamo “hombre”, has de saber que amo mucho más la calma en tus brazos que la química artificial en tu sangre. Espero con angustia el día en que el amor y la verdad demuestren a todos que ellos pueden ser la única droga existente, derrumbar solos todos los edificios, que tienen la fuerza suficiente como para ser en su plenitud. Ansío las estrellas, ansío la verdadera vida, donde no hay más droga que el Arte, que lo salvaje, que tus ojos. 

                                                                                                           M”
   Así acababan su carta y su vida. Perseguido por la autoridad y con esa última botella de vino en su mano derecha, el hombre de la camisa blanca entraba en su apartamento y cerraba la puerta muy rápido, ante la mirada de asombro de ella.
   En los siguientes instantes todo quería suceder así, muy rápido. Pero el vino en sus cuerpos pulsó el botón de la cámara lenta: bajo el leitmotiv de los latidos agitados y con una banda sonora de golpes de “abran la puerta de una vez” repetidos, los amantes coloreaban de negro el final de sus vidas. Nunca nadie pudo inventar su muerte de una forma tan joven.
   Llega un momento de la vida en que la ceguera se apodera de las pasiones. Amor a ciegas, sobredosis de vino, pérdida de la visión.
   Camisa blanca, mejillas rosadas. Y, a tientas, morir.










                                                                       

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