martes, 3 de marzo de 2015

Ceci n'est pas une histoire d'amour


La mujer invisible se vistió de oscuro.
Así -pensaba ella- podría olvidarse una noche del poco éxito que tenían sus composiciones, y sacar algo más de partido a lo bien que la habían fabricado ( esta era una frase de la última persona con la que había compartido cama). Había muchas manos que, como amigas de la oscuridad que eran, se mataban por conseguir una visita guiada por el laberinto de sus medias de red.
Con lo que ella no contaba era con que sí que tenía una cara visible; nunca le habían hablado de que, aunque al natural tuviera la piel descolorida, la fuerza de su corazón impregnaba todas las habitaciones en que ella no quería quitarse ni la ropa oscura, ni el maquillaje, ni los zapatos de tacón, por miedo a que la hirieran de muerte. Pero había alguien que la había visto totalmente desnuda, y ella no lo sabía.
La mujer invisible vivía una vida que no era la suya. El ritual de la Creación se les antojaba a sus labios brillante y atrevido si la pintura era roja; la mujer de la sonrisa irresistible -hasta su propio cuello sabía que vivía bajo un tejado de lujo- seguía, en el fondo, convencida de que la crema de chocolate, la saliva o la gelatina de limón hacían mucho más luminosos sus labios. Pero no había tiempo para nada dulce.
La mujer de los ojos pequeños empezaba a llevar las pestañas como enfadadas entre sí, el pecho agitado y las uñas largas y, por consiguiente, se llevaba de vuelta algún que otro ojo verde clavado en la clavícula.

La mujer, la mujer.
La mujer, el hombre.
El hombre, la mujer.
El hombre, el hombre... ese hombre.

El hombre sin espejos buscaba en su billetera una mujer dorada. Esa misma mañana se le había escapado una pizca de azúcar por el borde de la taza.Él ya sabía que ese día se la iba a volver a encontrar. Ella ya sabía que él conocía la delicadeza de su piel, y que, seguramente, iría a buscarla para recuperar las caricias que se había dejado pegadas en ella la noche anterior.
El hombre de los dedos ásperos nunca paseaba por el parque. Si lo hacía era porque quería servirse de la calma que no encontraba ya ni en sus propios hombros. Ya se había cansado de no saber si alguien querría escuchar su secreto, y pensaba en, quizás, tomar clases en alguna academia privada, de esas que se llaman "Mujer de película que no sabe que gracias a ella no hacen falta efectos especiales, porque los edificios se desmayan al verla sonreír". El hombre de las muñecas perfectas se reía al pensar que este era un nombre muy largo para una academia, y que tenía que volver a casa para tomar un café antes de que pudiera empezar a soñar que ella aparecía. El parque estaba desierto.
Pero para entonces, el hombre del sombrero ya había visto reflejada su cara bajo la alfombra roja de los labios de la mujer de la cara pálida.
La mujer del suave abrigo largo y el hombre de la chaqueta de piel han intercambiado un significante y un beso, y han cosido juntos un futuro camino de piel humana para recorrerlo con los dedos de terciopelo.
El hombre de los ojos negros ha desteñido su antifaz; la mujer de las esmeraldas ha llorado lima sobre el papel, para escribir juntos un sofá de hojas color verde botella de calma y mar.
El hombre, desnudo entre las olas, y la mujer, en la espuma de su bañera, respiraban las sales, la marea, la brisa, las rimas,
En el quiasmo de sus extremidades no había ya espacio para viento contaminado.
No eran ya hombre y mujer. Se habían convertido en poema.



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