La mujer invisible se vistió de oscuro.
Así -pensaba ella- podría olvidarse una noche del poco éxito
que tenían sus composiciones, y sacar algo más de partido a lo bien que la
habían fabricado ( esta era una frase de la última persona con la que había
compartido cama). Había muchas manos que, como amigas de la oscuridad que eran,
se mataban por conseguir una visita guiada por el laberinto de sus medias de
red.
Con lo que ella no contaba era con que sí que tenía una cara
visible; nunca le habían hablado de que, aunque al natural tuviera la piel
descolorida, la fuerza de su corazón impregnaba todas las habitaciones en que
ella no quería quitarse ni la ropa oscura, ni el maquillaje, ni los zapatos de
tacón, por miedo a que la hirieran de muerte. Pero había alguien que la había
visto totalmente desnuda, y ella no lo sabía.
La mujer invisible vivía una vida que no era la suya. El
ritual de la Creación se les antojaba a sus labios brillante y atrevido si la
pintura era roja; la mujer de la sonrisa irresistible -hasta su propio cuello
sabía que vivía bajo un tejado de lujo- seguía, en el fondo, convencida de que
la crema de chocolate, la saliva o la gelatina de limón hacían mucho más
luminosos sus labios. Pero no había tiempo para nada dulce.
La mujer de los ojos pequeños empezaba a llevar las pestañas
como enfadadas entre sí, el pecho agitado y las uñas largas y, por
consiguiente, se llevaba de vuelta algún que otro ojo verde clavado en la
clavícula.
La mujer, la mujer.
La mujer, el hombre.
El hombre, la mujer.
El hombre, el hombre... ese hombre.
El hombre sin espejos buscaba en su billetera una mujer
dorada. Esa misma mañana se le había escapado una pizca de azúcar por el borde
de la taza.Él ya sabía que ese día se la iba a volver a encontrar. Ella ya
sabía que él conocía la delicadeza de su piel, y que, seguramente, iría a
buscarla para recuperar las caricias que se había dejado pegadas en ella la
noche anterior.
El hombre de los dedos ásperos nunca paseaba por el parque.
Si lo hacía era porque quería servirse de la calma que no encontraba ya ni en
sus propios hombros. Ya se había cansado de no saber si alguien querría escuchar
su secreto, y pensaba en, quizás, tomar clases en alguna academia privada, de
esas que se llaman "Mujer de película que no sabe que gracias a ella no
hacen falta efectos especiales, porque los edificios se desmayan al verla
sonreír". El hombre de las muñecas perfectas se reía al pensar que este
era un nombre muy largo para una academia, y que tenía que volver a casa para
tomar un café antes de que pudiera empezar a soñar que ella aparecía. El parque
estaba desierto.
Pero para entonces, el hombre del sombrero ya había visto
reflejada su cara bajo la alfombra roja de los labios de la mujer de la cara
pálida.
La mujer del suave abrigo largo y el hombre de la chaqueta
de piel han intercambiado un significante y un beso, y han cosido juntos un
futuro camino de piel humana para recorrerlo con los dedos de terciopelo.
El hombre de los ojos negros ha desteñido su antifaz; la
mujer de las esmeraldas ha llorado lima sobre el papel, para escribir juntos un
sofá de hojas color verde botella de calma y mar.
El hombre, desnudo entre las olas, y la mujer, en la espuma
de su bañera, respiraban las sales, la marea, la brisa, las rimas,
En el quiasmo de sus extremidades no había ya espacio para
viento contaminado.
No eran ya hombre y mujer. Se habían convertido en poema.
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