Vives tú en un cuadrado bicolor sin oxígeno.
Ahogas al niño que vuela con capa de sangre viva,
no cobras más que la herida seca de las caídas.
Duermes después bajo la roca de la metafísica primera,
te arropas con el barro de las nubes, de buen marrón tierra;
me acaricias la cara en el púlpito de tus mandíbulas:
le enervas, la cambias, les matas, nos asustas.
Me enamoras.
Sabes que puedes hacer de un salto al vacío
el mejor adhesivo para unir de nuevo las venas cortadas;
mientes si niegas haber soñado que eras un sueño
entre mis espaldas.
Tu cómplice por excelencia me corteja;
tienes tiempo, tienes fuerza,
me metes entre las sábanas teñidas de tu lecho.
Sabes que la mejor aguja es la desinfección de los prejuicios,
afirmas que el peor médico es el armario sin libros.
Eres Eterna.
Eternamente tú en mentes tumbadas.
Ni siquiera tú sabes que abarcas el océano
de todos aquellos vasos de agua
donde las lágrimas probaron suerte al suicidio carnal.
¿Cómo íbamos nosotros a dejar a un lado el temblor
ante tus ojos de plata
si son estos ojos ese lago insípido y brillante
donde acabarán nuestras pasiones, rendidas...?
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