Hágala pasar.
Contemple su estantería de trofeos.
Limpie con cuidado sus ojos
si es que destilan zumo de pomelo negro
recordando galerías y suertes hace años premiadas.
Arroje el paño al suelo.Tómela de la mano.
Cierren la puerta.
Una vez encerrados en su propio matadero,
véanse reflejados en el oro falso de una copa,
sáquenle brillo a la estatua de mármol,
coloreen la sonrisa de la muñeca de porcelana
bien vestida, de edición limitada.
Hágala horizontal en la cama.
Rócela con la frente
para que hagan contacto las neuronas,
para que mueva la magia sus fichas,
para que los recuerdos tengan ya construido el puente.
Ahora abran el piano
que espera, corazón abierto
en la esquina de la habitación.
Escuche cantar a sus venas,
que turbulentas trinan tranquilas el mismo tango
que la llevó a sus brazos aquella madrugada.
Siéntala de nuevo entre sus dedos.
Siéntela otra vez en en su regazo.
No le haga más amor que el que puede gastar,
no sea que se acabe, en un respiro
el depósito nunca recargado de mariposas.
Maten de un tiro todos los trofeos,
quítenles la vida y la cobertura dorada uno a uno.
Vayan entonces a sufrir junto al piano.
Digan "orgasmo" en voz alta
y sean consecuentes con lo que pronuncian;
hagan feliz al piano
y griten, sin ropa, que la poesía es el único premio
que jamás les han concedido,
y la música, el único amor
que no consumió jamás de los restos.
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